martes, 3 de octubre de 2017

'Madre!', de Aronofsky. La salvaje parábola de la ambición


Sentarse en la butaca. Comenzar a recibir el mensaje a través del desarrollo de imágenes, de ideas ¿Ideas? La piedra angular del cine es contar historias a través de las ideas: las que cada cineasta utiliza particularmente para construir e hilvanar el metraje, técnica y guionísticamente. Las ideas estilísticas de cada autor como vehículo necesario para la idea formal, profunda. 'La idea', en definitiva.
Hace mucho tiempo que sentarse en una butaca se convierte en un ejercicio de contemplación de pulcritudes formales transformadas en el envoltorio de lo inane. Y entonces el axioma del cine salta por los aires, pierde su sentido, y no sólo no detectamos que no existe más allá de una estética vacía, sino que además nos invade la certera sensación de que no va a ocurrir nada en los minutos que restan hasta los créditos finales. Estética que conduce a la estática, que de eso saben Nolan y compañía.
Por eso Aronofsky llega para despertarnos del sillon abofeteándonos el rostro sin contemplaciones y golpeándonos el alma interior hasta agotarla, yo diría que destrozarla exprofeso, ante una parábola bíblica más allá de lo simplemente ético, con un filme que, para empezar por lo esencial -aun pecando para algunos de demagogia en mis palabras- nos salva de esa frustración continuada que produce la carencia de mensaje en la mayoría del cine contemporáneo.
Es como un Hitchcock asalvajado. Sabemos que algo va a suceder a cada segundo, a cada plano de un gigante puzzle de incierto encaje, desde que la cámara nos magnetiza con el poder de la expresión de Jennifer Lawrence. No es el surrealismo aparente lo que nos inquieta. Ni siquiera nos enerva la indecisión de la protagonista ante lo que va ocurriendo como sucedería visionando cualquier otra película. Es la atmósfera argumental, más que visual, que crea el cineasta, que no da lugar a 'perder el tiempo' con lógicas en la mente del espectador ni alternativas a la atónita asfixia que padecemos, que nos envuelve sin posibilidad de darle un giro al inminente apocalipsis que se avecina.  
Brotándonos en la foto-fija de nuestra retina 'El ángel exterminador', 'El resplandor', el cine comercial de casas vivientes, como si surgiera el anticristo de von Trier o jugáramos divertidamente con Haneke, la principal virtud de Aronofsky no es provocar: es lograr que pasen cosas y el espectador desconozca el por qué, antes y durante, hasta el punto de provocar la desazón más desorientativa de las últimas cosechas cinematográficas. Pasan cosas y nos desalientan. Y eso, entre las paredes de una casa aislada y con una pareja como protagonista, la abundancia de primeros planos y sin una sola nota musical, tiene un extraordinario mérito que demuestra el talento de quien nos ofrece, de manera admirable, simple y llanamente una parábola sobre la ambición humana, el egoísmo y hasta donde es capaz de llegar el ser humano para conseguir un mundo plagado de seres arrodillados e irredentos necesitados de la bendición, el perdón y la palabra hecha escritura. Capaz incluso de sacrificar a un hijo del que comen y beben su sangre ante una madre desesperada que no entiende lo que está sucediendo, virgen paradójica y rota en cartelera. ¿Les suena la historia?

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